Frente al semáforo que regula el tráfico de las calles Changde y Wuding, una zona residencial interrumpida por cafés y bares, hay una verja negra que siempre está abierta. La pintura de los barrotes está desconchada y la plaquita de chapa verde que está encima ladea: es el número 608. Por la entrada se cruzan los vecinos del bloque dando voces, el cocinero del restaurante de al lado que sale a fumar, los repartidores de comida con cascos celestes y varios gatos. Huele a verduras hervidas con vinagre y a ajo frito. Hay motos aparcadas y una bicicleta rota. Al fondo, en la escalinata, hay unos retales de tela que se enroscan en la barandilla y una máquina de coser.
–¿Le importa si me quedo un rato? –le pregunto al dueño del puestito.
Me mira y amaga una sonrisa.
–Quiero ponerlo por escrito –le explico.
–Ah –dice.
Se gira y rebusca en su cajón. Me tiende unas hojas sueltas de un periódico local y me cuenta que ya vinieron a entrevistarlo.
–¿Es usted?
Hace un sonido gutural, esa respuesta que en China significa «sí».
Hay varias fotos en el diario, todas de distintos costureros de barrio. Abajo, un texto en caracteres chinos que mide un palmo.
–Lo pone ahí –dice señalando el papel, cuando le pregunto su nombre.
«Shifu Zhang», se lee.
Así es como le gusta que le conozcan. Shifu quiere decir «el que está lleno de aptitudes, el que enseña». Era el título de respeto que los discípulos de kung fu usaban para dirigirse a sus maestros. Ahora, y a fuerza de repetirlo, un shifu es un experto en trabajos manuales. Fontaneros, taxistas, hasta un vendedor ambulante de pinchitos de carne, todos son maestros.
*
Shifu Zhang es de un pueblo rural de la provincia de Jiangsu y lleva veinte años viviendo en Shanghái. Su esposa, unos cinco menos, porque primero él quiso asegurarse un trabajo estable. Solía ejercer de carpintero, pero los dolores de espalda lo hicieron abandonar el serrín por las bobinas de hilo. Tiene dos hijas: una que vive cerca del aeropuerto de Pudong y otra en Kunshan, la ciudad dormitorio colindante. Ninguna le cuidará cuando haya ahorrado lo suficiente para mudarse de vuelta a su provincia. Así es la vida de ahora. Allí le espera un aire de mejor calidad y una casa de cuatrocientos metros que sólo habita durante la semana de Año Nuevo. La fecha de regreso la marcará el ritmo de sus ahorros. Le gusta coser, siempre se le dio bien. Aprendió solo.
–¿Y a usted le gusta Shanghái?
–No mucho –admite.
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Jing’an es el distrito donde se encuentra el puestecito de shifu Zhang. A pesar de no ser considerado el centro urbano de Shanghái, para muchos es el corazón de la ciudad: todo lo demás se ubica a ese lado del río (el Suzhou) o al otro lado de la Yann’an (la carretera elevada que atraviesa la ciudad). Para los recién llegados, Jing’an es el templo de Buda con cúpulas doradas. Para los trabajadores jovencitos, el Starbucks Roastery (el más grande del mundo, después del de Seattle). Para los taxistas, es el cruce de dos calles: Shaanxi norte, Shaanxi sur o el punto flotante entre medias. Para los estudiantes, es el bar Perry´s de cerveza barata. Para los hombres de negocios, la carrera de 20 minutos en coche privado desde la terraza del bar Rouge (esa que tiene una vista imponente de rascacielos y minifaldas). Para los mochileros, es el hostal Letour. Para los migrantes rurales, es el conjunto de esquinas donde el shifu vende los jianbing y el otro los youtiao. Todos tienen una versión propia del barrio, uno de esos puntos donde se cruzan las distintas trayectorias de la ciudad.
El distrito de Jing’an, además, tiene una particularidad: ser un crucero de ladrillo para extranjeros. En una misma cuadra, un laowai puede hacerlo todo: amanecer en un apartamento de quince mil yuanes al mes, ir a trabajar al co-working por cuya mesa paga tres mil (mesa, que no despacho), levantar pesas en el gimnasio de abajo durante el break de la oficina, salir a comer niguiris, beber un café de la región de Yunnan preparado en cafetera italiana, retomar el trabajo, mantener un call, despotricar sobre la lentitud de la sede central, salir a las 6 pm e irse de after.
–Mis clientes son un veinte por ciento extranjeros –dice shifu Zhang –Todos vienen a arreglar cosas.
Cosas: agujeros, rotos, descosidos, lo que sea.
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El artículo está fechado un mes atrás. Desde entonces, los honorarios del costurero han cambiado: de veinticinco a treinta yuanes la hora (unos 4 dólares).
–Vine a Shanghái para ahorrar, para cuando sea viejo, porque no tengo pensión– dice el shifu.
Detiene la costura. Acerca la silla a la máquina de coser, se inclina de nuevo y reemprende su labor (un jersey marrón oscuro con la sisa rasgada).
–Llevo viviendo en esta casa desde que llegué.
La máquina de coser funciona a pedal, con una varilla que se conecta a una polea. De ahí sube, hasta el volante de mano, una correa que no le corresponde. Ha debido de ser cambiada varias veces desde su adquisición, allá por los años sesenta. Según la tradición china, una máquina de coser y una bicicleta solían ser las posesiones básicas de todo matrimonio. La mesa sobre la que se apoya la de shifu Zhang tiene clavadas cuatro chinchetas oxidadas, de las que cuelga una tela rosa que hace de neceser. Dentro, hay utensilios de costura: tijeritas, cortahílos, ruletas de agujas y un mini cojín taladrado de alfileres.
–¿Ha pensado en asociarse con alguna de las tiendas del mercado de tejidos?
–No tengo tiempo.
–¿No tiene descansos?
–Almuerzo y espero a los clientes.
Toca con el dedo índice la patilla de la máquina, y luego cose suavemente.
–A veces tengo semanas enteras sin trabajo.
Shifu Zhang viste unos pantalones de camuflaje hasta la rodilla y una camiseta blanca con un buldog que dice «Let´s be friends, ok?». Usa gafas de media luna que se mantienen firmes en la punta de su nariz. Como si en vez de anteojos, fueran lupas sostenidas. Quizá incluso pidió que le ajustaran la graduación teniendo en cuenta la distancia que hay entre sus ojos y el inicio del quiebre de su nariz y las fijó ahí. Están las gafas tan integradas en su fisonomía que hasta la patilla negra le ha formado un pliegue en la redondez de su cabeza rapada.
El pie del sastre va dando golpecitos al pedal, mientras cuenta que antes solía crear patrones y venderlos, pero ahora este tipo de mercado se ha mudado a Internet. En China, la virtualidad ha impregnado hasta los trabajos manuales, pero la velocidad del cambio ha hecho que muchos no vieran la oportunidad ni la manera de adaptarse. Ahora trabaja trece horas diarias y hace una caja de doscientos a trescientos yuanes al día.
–Soy una persona de campo y no tengo pensión. Para la gente de campo el gobierno sólo da de ochenta a ciento veinte yuanes al mes, y con eso no se puede vivir de viejo ni dedicarse uno a ver la televisión.
Se disculpa y sube a cerrar las ventanas de su casa. Ha empezado a llover.
*
Unas cuantas cuadras más allá del puesto de shifu Zhang se puede alcanzar el curso del Suzhou. Atrás se deja el caos del barrio de Jing’an y se empieza a descubrir hacia el este que Shanghái también tiene remansos de paz. El mejor arranca al final del río: el Bund. Allí, los edificios tienen aire renacentista, de la época de las concesiones internacionales a fines del siglo XIX. Los edificios de ladrillos rojos, las ventanas con molduras de hierro y una capilla perdida entre los rascacielos dan la sensación de que se pasea por una Londres austera (hasta que se ve el toldo de la galería Christie´s y, bueno, se pierde el efecto de austeridad). Allí, donde ondea una bandera roja con estrellitas en lo alto del Memorial a los Héroes del Pueblo (que recuerda a los mártires de la revolución), se abre en tres brazos el río Huangpu que baña la ciudad de Shanghái.
El tramo favorito de los paseantes es el que mira al sur. Hay zonas ajardinadas y caminos con listones de madera. Hay gente que corre y jadea, viejitos que manejan con destreza el zumbido de sus diábolos, y sombreros de paja que arrancan yerbajos en cuclillas. No hay coches, ni motos, ni bicicletas. Parece una isla de quietud.
En mayo se oyen grillos, en julio cigarras y a partir de septiembre pajaritos. Las bocinas de los barcos mercantes suenan huecas e intermitentes, y desde la baranda se puede llegar a percibir el rizo de las olas contra el muro.
Si se cierran los ojos, parece que Shanghái, la capital cosmopolita de China, no existe.
De pronto, una grúa traquetea al girar y una soldadora chisporrotea: regresa el caos de Shanghái. Ya se vuelve a oír el cúmulo de coches circulando, las bocinas de las motocicletas que sortean el tráfico y se cuelan por debajo de los puentes hasta remontar el río arriba. Al final todos buscan el camino de vuelta hacia el punto de partida: el distrito de Jing’an.
*
En la esquina donde se encuentra el puesto de shifu Zhang todo sigue el curso de siempre. Él apenas sale de este cuadrante y pensar en un paseo por el río suena demasiado lejano. No se olvida de que el motivo que le trajo a Shanghái no es el recreo, sino asegurarse una jubilación.
–Con la mitad de lo que ganamos mi mujer y yo pagamos el alquiler y el resto lo ahorramos y los meses que hay poco trabajo me preocupo –dice el maestro. La gente de campo como yo sólo se preocupa por tener suficiente trabajo.
–¿No siente soledad?
–No tengo tiempo para pensar en eso.
Gira el volante con suavidad, sin pisar el pedal, y va clavando la aguja. Las primeras puntadas siempre las hace así, con sumo cuidado. Luego toma un punzón con sus dedos finos, sin callos, y aplasta el género a medida que avanza más rápido. Pisa el pedal con la punta de su zapatilla.
–Hubo una vez en que una clienta me trajo un vestido y se marchó al extranjero por tres años y cuando regresó y se lo probó me reprochó que le quedaba pequeño. ¡Como si no hubiera engordado en tres años!
Se ríe y se le desaparecen los ojos tras de los párpados
– Al final se lo arreglé y le cobré la mitad.
Se lame la punta de dos dedos y enhebra la aguja de nuevo, agachando la cabeza. Luego se incorpora apoyando la mano en la mesa. En sus brazos hay manchas de sol y ni un solo pelo. En su barbilla, tres bastante largos.
–Guardo bolsas con más de 100 prendas en mi casa porque nunca sé cuándo alguien me va a reclamar. La gente se olvida si la ropa es vieja, así que ahora cobro antes de arreglar. Pero si la ropa es nueva, después.
El artículo donde sale retratado el shifu tras su máquina de coser cuenta que la época dorada de los sastres fue en 1980. Por aquel entonces, en ese gremio se ganaba el doble que en los otros: setenta u ochenta yuanes frente a treinta y cinco. Eran los tiempos de las cartillas de racionamiento cuando China salía lentamente del colectivismo. Desde entonces, el gobierno mantuvo algunos precios inalterables, como el arroz a dos yuanes el medio kilo, que compra directamente a los agricultores y almacena para evitar catástrofes. Pero, quizás, el arroz es el único precio que se ha mantenido en una ciudad que cambia constantemente.
Entra una clienta. Parece asidua. Porta consigo una bolsa de plástico, de la que saca una falda larga y blanca.
–Eh, ¡shifu! –dice, y le tiende la prenda.
Él inspecciona la falda, le da la vuelta de dentro hacia afuera y descubre unos desgarros en varias costuras. Calcula el precio y ondea la mano por toda respuesta. La clienta se despide con un sonido gutural, y se marcha.
–¿Puedo tomarle una foto?
Él otorga y baja la cabeza. Vuelve a mirar la prenda que está remendando. Le gusta que lo retraten así: trabajando detrás de su máquina de coser, con su caja de bobinas y sus retales de tela de fondo.