Hao Chen

El perfume

Cuentos /

El bochorno de Shanghái se sentía por todas partes, hasta cualquier rincón con sombra de un parque arbolado. Emergía, desde la nada en las carreteras, una bruma fabulosa que no les permitía ver claramente a los taxistas el tráfico a unos trechos más lejanos. Más aún, ese espejismo ondulante impedía el paso de las luces del semáforo hasta que estas se convirtieron en llamas danzantes que se parecían a unos fuegos fatuos ardiendo en pleno día. Transpirando torrentes de lluvia, la gente andaba a toda prisa entre las sombras inyectadas por los rascacielos, estas, poco a poco en palmos cada vez más angostos mientras subía el sol. El calor era insoportable. El verano agobiaba a todo el mundo sin que pudiera oponerse.

Habiendo salido disparado de casa, Gen no tenía suficiente tiempo para poner en orden los libros derramados en su cama. Su habitación parecía una pocilga. Después de atusarse, ante el espejo, el pelo durante una fracción de segundos se echó encima a diestra y siniestra el perfume que su mejor amigo le había regalado hacía poco tiempo. Era la primera vez que lo usaba. Si ella no se lo hubiera reprochado, cada vez que se veían en un sitio comprometido, de que sus pelos olían mal, no habría querido complicar tanto las cosas antes de dar un fuerte portazo al irse del cuarto. Siempre pensaba que ella era fácil de entrar de sacar de sus cabales, como comentaban sus compañeros que eran unas profesionales en aguar cualquier fiesta si se les antojaba. Esta era una vez más en que se vio obligado a precipitarse en la preparación para una cita propuesta por ella en una cafetería que se ubicaba al otro lado de la ciudad, un lugar adecuado para los jóvenes artistas o músicos más sofisticados a rematar el tiempo de ocio. La movitación de acudir a la cita, tal vez para él era un motivo válido. Para ella, el motivo era sencillo: ambos habían sufrido mucho peleándose desde el día que se conocieron. Necesitaba, urgentemente, hablar en serio de que si continuaban o se iban a cortar.

Colgada, esta vez como todas otras, en su cabeza la pregunta por la reunión a las primeras horas de un día caluroso. Él se examinó de nuevo y de una manera veloz el vestido mirando hacia abajo, hasta los puntillos de zapatos para confirmar, a ciencia cierta, que no había ni una mancha encima. Corrió esquivando la indiferente muchedumbre hacia la estación de metro, que quedaba a unas decenas de metros calle abajo, porque no quería que el calor de la mañana la inundara. Para ahorrar tiempo, no utilizó el ascensor para bajar hasta la entrada. Cuando por fin fue empujado hacia adentro en un vagón después de haber esperado un rato, ya empapado de sudor, no pudo captar una pizca de aire fresco aunque el aire acondicionado del metro sonaba a toda potencia.

Casi no había sitio para estar de pie. Se dio vuelta para ubicarse mejor entre dos mochilas, una de estas, un poco estropeada, donde se vislumbraba una punta de lápiz asomada por debajo del fondo abultado, tratando de mostrar cierta independencia. No quería volver a verla, ni mucho menos tocarla, sino que mantenía a una distancia segura mientras que a su derecha un obrero entrado en años, metido en una camisa pegajosa, también de sudor, y los pantalones cubiertos de rayas ennegrecidas de petróleo, se zampaba unas empanadas chinas con relleno de carne de cerdo, unos zhurou baos. El  hedor nauseabundo podría provocar efervescentes protestas públicas en otro sistema de metro, pensaba Gen. Cuatro estaciones más me salvarían. Como de costumbre, en la quinta estación, que era Renmin Guangchang, bajaba mucha gente porque era un centro importante. “Solo falta  cuatro estaciones más para que se esparza un poco”, se dijo.

Sintió las convulsiones del estómago, por no haber desayunado quizá, y apenas consiguió inhalar aire fresco una vez dentro del vagón plagado de gente. Se arrepentía por haber acordado una hora tan inusitada para su cita. No obstante, no solía tener la palabra final en esta relación, excepto cuando pagaba la cena (un privilegio reservado para él el de sacar la cartera de escasos billetes y entregaba a regañadientes, el pago al cajero). ¡Vaya vida! Mientras tanto, se estremeció su coche pasando por una curva y corrió desde su brazo izquierdo un escalofrío hasta la cabeza al darse cuenta de haber tocado la parte pegajosa de la espalda de uno de los trabajadores. ¡Maldición! Él se gritó, pero en voz baja, casi imperceptible por el bullicio y el cloc-cloc del vaivén del metro. ¿A qué esperaba entonces? En esa marcha monótona de metro, donde casi no había gente que vivía auténticamente, con el preámbulo mortal de una jornada de trabajo, con el asfixiante calor dibujado en el aire y con la gente dormitando o mirando sin alma el celular. Más aún, resultó que entre cada parada las personas no se reducían, sino que iban en aumento. Los  pasajeros no dejaban de forcejear hacia dentro, como una manada de cerdos espoleada por el ganadero. ¿Y si se rellenara así una baguette de beicon? ¡Un metro baguette!

La velocidad del metro empezó a ralentizarse. Se oyó una voz femenina que pronunció: próxima estación, Renmin Guangchang… Se dio un respingo tremendo por notar la llegada final de una dicha tan deseada que aguardaba durante siglos. Esforzándose por conseguir, en torno suyo, un espacio milimétrico que permitiera el movimiento de la gente, guardó firme su posición y esperó. Lo que vio por fuera del coche le hizo desesperarse: fila tras fila, flujos de gente. Mientras paraba el coche, se dejaba ver el metro como si estuviera equipado con tentáculos de un ciempiés boca abajo. Pero se reconfortó inmediatamente al ver que el obrero ya se preparaba para bajar porque este había cambiado el ritmo de respiración y esta vez emitía fuertes resoplos que parecían relinchos.

Pronto se produjo la escaramuza entre los que suben y bajan. Apenas se partió automáticamente la puerta hacia ambos lados hasta que podía caber justamente media persona, la corriente empezó a fluir hacia adentro. En este trance, no era raro presenciar los empujones y forcejeos que se producían a espaldas de los carteles que decían “PRIMERO BAJAR LUEGO SUBIR”. Escuchó algunos insultos. ¡Cómo es eso! ¡Despacio! ¡Dejadme pasar! Eran palabras leves. Gen trataba de mantenerse quieto y firme sin importarle los flujos de la gente y se alivió de haber captado, por fin, una corriente de aire que limpiaba un poco el vagón, aunque no fuera demasiado. Bien sabía que faltaban cuatro paradas más. Unos segundos después, se evacuó la mitad del espacio pero entró otra caravana para ocuparla, detrás de la cual iba cerrándose la puerta, paulatinamente, con el tintineo del sistema de alarmas.

En una ciudad como Shanghái, uno tiene que resignarse a la rutina, sintiéndose cada vez  más apretado cuanto más enorme la ciudad. Gen bajó la cabeza, levantó forzosamente el brazo izquierdo y miró el reloj. Arrancó de nuevo el metro, así como se activó otra vez la ventilación. De súbito, un sensación extraña le invadió desde arriba hacia abajo hasta ofuscarle la vista, como si un aventurero, después de infinitas caminatas en un desierto, fuera tirado por una mano invisible hasta una tina llena de agua con fragantes pétalos de rosa. ¿Qué fue esto? Se preguntó Gen, indeciso pero muy consciente de sentirse bañado en el sol tras mucho llover, implacable, olvidándose por completo de encontrarse por medio de apretones entre la multitud. Un aire familiar que olía a la maternidad, una felicidad desbordante. ¿De dónde venía? Una ráfaga dulce y constante que, penetrándole por las fosas nasales, se dividía en dos corrientes: una subió desprovista de prisas hasta sus neuronas, elegantemente, advirtiendo una presencia portentosa, como la reina del enjambre, dejando rastrearse por las escaleras el volante inferior de su vestido de novia purpúreo; otra, más práctica aparentaba, bajó por el puente de su lengua, hizo primeramente una parada en la raíz y luego se adentró hasta el estómago para acomodarse. 

Esta repetina invasión lo maravilló y lo dejó aturdido. Sentía cómo ante sus ojos se formaba una neblina, borrosa pero vivífica. Una neblina, sí, una neblina de olor a jazmín, no, a limón; no, a gardenia y orquídea. El olor que debía tener el ángel, que lo visitaba en los sueños de madrugada, pero aún era de día. ¿Qué pasó? ¿de dónde vino esta neblina? ¿de dónde vino esta fragancia? ¿Y a dónde se iba? Ah, sí, ya sé adónde va, ya sé dónde va a quedarse, ¡a mí! ¡a quedarse en mi corazón y mente! ¡Mira ese movimiento de aire, que no dejaba de entrar en mi nariz, justo debajo de los ojos! ¡Una cortina purificada y sagradísima lo separó del resto de los transeúntes! Abrió de nuevo los ojos, volvió a enfocar la visión, recobró el aliento de ese estado onírico entre parpadeo y parpadeo y vislumbró, entre de la neblina divina, una figura femenina que le daba la espalda, aferrada a un poste entre el techo y el suelo del vagón.

Le faltan palabras para describir como era, solo recordaba que llevaba un vestido rosado de fiesta, sin mangas, tan resuelta como si fuera la única persona despabilada en ese coche por la mañana. Gen se sentía envuelto en un clima ilusorio. Nada podría justificar su clara presencia, ni rectificar si de verdad estaba allí, había traspasado el borde de su consciencia, cayéndose en un abismo. Él lanzaba largas miradas desde su espalda separado por la distancia de dos personas como si estas no existieran. Su mirada parecía haber cobrado fuerza propia y empujaba hacia ambos lados las moles de gente para aterrizar apaciblemente en la espalda de la mujer. No podía librarse de ese sortilegio ni resistir las ganas de hablar con ella. No podía volver a su ensimismamiento, que antes criticaba y caracterizaban a estar largas excursiones en metro. El color poco definido de su vestido se mezclaba con su fragancia. Pensaba Gen: “¡Conoce perfectamente la debilidad del hombre! ¡Conoce perfectamente como llamar mi atención! Una sensación de masoquismo que antes negaba constantemente en la relación con su novia ahora se había apoderado de su cuerpo y de su mente. “Lo admito”, se dijo, “por la salvación de mi alma perdida en este metro maloliente, por los prodigiosos goteos fragantes de felicidad que se pulverizaban en mi persona”. “Renací en este mismísimo instante y reviví aspirando velozmente cuanto queda este aire para satisfacer mi voluntad de vivir de nuevo, donde unos minutos antes se desprendían los olores del  inferno.”.

Faltaban tres estaciones, dos y media, una… Sentía cada vez más intensa la fragancia, alzó el brazo derecho y se preparó a estirar la mano. De repente, la figura curvilínea se dio vuelta para desplazarse, junto con el flujo de la multitud. Este cambio repentino de su posición lo descolocó. Apenas volvió en sí, Gen se dio cuenta de que el metro había parado, y se había abierto la puerta del vagón. Pero esa no era suya. Estos escasos minutos le eran ásperos y duros a la vez. La mano extendida a medio camino se quedó en vilo y entumecida, como si estuviera anestesiada primero y luego cortada a sangre fría. Rastreada por la multitud, ella se alejó velozmente, dejando a Gen estupefacto. A medida que ella se alejaba, sentía que se rebanaba pieza por pieza. Un dolor invisible lo torturaba hasta que casi se olvidó de lo que iba a hacer.

No podía pensar en nada más. De hecho, se quedó reflexionando si bajar o no. Pero esta actitud dubitativa pronto se esfumó al oír el tintineo de las puertas que se cerraban. Demasiado tarde, se lamentaba. Desafortunadamente, no pudo disfrutar de su propia pena porque al poco tiempo sonó la alarma de su celular. “¡Caramba!” Se maldijo él. Miró el reloj: “Solo me falta una. La chucha me esculpirá en la cara.”

Eran dos paradas estrechamente colindantes y el metro volvió a parar. Él, nervioso, casi pegado a la puerta, ansioso de bajar, se lanzó por fin para fuera apenas dejaba verse una fisura de luz en el andén, colada por entre la puerta. Transpirando a cántaros, corrió a toda velocidad al local señalado revisando en el celular la ruta más corta para llegar. Después de doblar varias esquinas, lo descubrió entre una librería y una pastelería: La Rosada. Parecía que el cartel que se atravesaba casi por todo el portal volvía a sumergirlo en el aroma de la mujer del vestido rosado. Al entrar, la fragancia fue cortada abruptamente por una ráfaga de los olores a desinfectantes y productos de limpieza. Allí en una mesa al lado de la ventana, se encontraba una mujer altiva, malhumorada, cuyas facciones delataban lo que iba a suceder.

Cortada la relación que habían mantenido por años. Obviamente que ella terminó todo y se fue con la dignidad de un pavo real. Él regresó a casa en pleno día. Llegó a su cuarto, entró, miró por la izquierda y derecha, vio el desorden de su habitación, sintió una náusea profunda… De repente, halló abierto el frasco de perfume; en un costado yacía la tapa. La escena lo extrañaba, se acercó y cogió el frasco para taparlo. Una fragancia emergió y lo envolvió en una neblina, sí, una neblina de olor a jazmín, a limón, a gardenia y orquídea, un olor a su ángel de la guarda. Una neblina que, esta vez, lo dejó atontado primero y lo privó de todos los sentidos, hasta de la fuerza que necesitaba para seguir en pie.

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